Hablar del cerebro humano y de su desarrollo, implica hablar de algo que va mas allá de la biología.
Desde nuestra infancia, las primeras relaciones con otros juegan un papel clave y van a tener un fuerte impacto en la configuración de nuestro cerebro.
Así pues, si en estas relaciones tempranas y más en concreto con los cuidadores, hay situaciones de abuso o negligencia, el cerebro se adaptará para sobrevivir a un mundo que ha entendido como impredecible y amenazante, y de esta manera, interpretará todos los contextos por normales que sean.
Esto puede crear en la persona lo que se conoce como vulnerabilidad latente, una predisposición o condición interna que, sin ser manifiesta en el momento actual puede aumentar la probabilidad de que la persona se vea afectada negativamente por eventos o situaciones concretas en un futuro, generalizándose a diferentes contextos.
Trasladándolo a la etapa de la infancia, se puede reflejar en que, por ejemplo, para estos niños en comparación con sus iguales, situaciones como cambiar de colegio lo puedan experimentar como más abrumador y estresante. Nuevas caras pueden resultarles amenazantes, mientras que las señales o expresiones positivas pasan desapercibidas. Les puede resultar complicado establecer nuevos vínculos y relaciones sociales, así como aprender a confiar en los demás.
Del mismo modo, experiencias positivas como pueda ser formar parte de un equipo de deporte ( fútbol, baile, natación ..), o ir a una reunión social como cumpleaños de compañeros de clase, pueden convertirse en todo un desafío.
El cerebro del menor tienden a estar siempre en estado de alerta y a interpretar todo como señales de amenaza. Por ejemplo, un gesto social positivo de otro compañero, como pueda ser una palmada en la espalda en un contexto de juego, este lo interpretará como una conducta agresiva hacia él y puede dar lugar a una respuesta desproporcionada que lleve a un mayor riesgo de aumento del conflicto y a veces violencia. Unas reacciones que incrementan al mismo tiempo la probabilidad de generar nuevos eventos estresantes en su día a día.
Lidiar diariamente con situaciones o eventos que perciben como grandes desafíos cuando se sienten inseguros es complicado, y en muchas ocasiones doloroso para ellos. Les dificulta construir y mantener vínculos, y en el tiempo, esto puede traducirse en pérdida de amistades y apoyo de adultos, un aislamiento social que dificulta su capacidad de crecimiento y desarrollo que tan importante es en esa fase del ciclo vital del menor.
Como venimos comentando, la experiencias en la infancia van dando forma al desarrollo del cerebro del niño, por ello, todos necesitan cuidado y estimulación de sus cuidadores, que les validen y presten atención y afecto.
Cuando por el contrario se enfrentan a experiencias traumáticas como situaciones de abuso o negligencia que tiene un fuerte impacto emocional en el menor, su cerebro de adapta para ayudarle a lidiar con ellas.
Investigaciones neurocientíficas arrojan luz a todo esto y hablan de cambios que se producen en el cerebro y en concreto en tres sistemas diferentes del mismo: el sistema de recompensa, de memoria y de amenaza.
Se ha observado ya en adultos expuestos a situaciones de trauma , como la zona cerebral de la amígdala que tiene que ver con la respuesta de miedo e integración del estrés está más activada, mientras que por el contrario, la zona el córtex prefrontal; área clave en funciones ejecutivas y de regulación emocional; esta menos activa.
Esto se traduce en que el cerebro se sitúa en modo alerta y supervivencia dejando de lado su capacidad reflexiva. La emoción acaba controlando todo, la persona no piensa, solo siente y reacciona. Está en hipervigilancia, respondiendo con anticipación a la amenaza, lo que puede ayudar al niño a permanecer a salvo en un ambiente adverso, pero al mismo tiempo causarle problemas y resultar disfuncional en contextos ordinarios que no implican amenaza o peligro real.
Con el sistema de recompensa pasaría algo parecido. Esta parte del cerebro que nos ayuda a identificar aspectos positivos del ambiente y que tiene un papel crucial en la motivación, el placer y el aprendizaje, permanece más inactiva cuando el menor se desenvuelve un contexto donde sus necesidades básicas de cuidado y atención necesarias no estan cubiertas.
El menor, presenta por tanto una falta de motivación y de capacidad para disfrutar, dificultades para ver como malo el daño que otros le hacen, siente que no se merece algo mejor, le parece imposible poder recibir cariño y no cree que tengan derecho a elegir.
Por último, estaría el sistema de memoria que también se ve afectado.
Se ha observado como se producen cambios en el sistema de memoria autobiográfica; un tipo de memoria sobre recuerdos de eventos pasados relacionados con nuestra propia historia de vida ; En estos casos, los recuerdos negativos parece que se vuelven más notorios y destacan frente a los recuerdos positivos que pueda llegar a haber también.
Que esto ocurra es un problema, porque las personas necesitamos apoyarnos en experiencias pasadas que nos ayuden a enfrentarnos a las situaciones del futuro, de modo que, si solo es capaz de rescatar recuerdos con una connotación negativa, se limitará a que sean esos recuerdos, su único marco de referencia.
Ayudar a menores que han experimentado trauma, implica ser capaces de dar un paso atrás, reflexionar y ver su comportamiento desafiante desde otra perspectiva.
Ese niño o niña puede que este intentando hacer lo que dentro de sus posibilidades puede para sobrevivir, en base a su experiencia y las adaptaciones que su cerebro ha ido tomando.
Sabiendo que el cerebro de un niño tiene una gran capacidad de adaptación, conocida como neuroplasticidad, el adulto tiene la responsabilidad de favorecer que esto ocurra, ayudándole a construir y mantener relaciones de confianza y enseñándole a gestionar las situaciones de estrés.
Que aprenda que esas situaciones vividas no son determinantes y que hay un esquema del mundo más amplio. Que existe la posibilidad de cambio por muy complicado que uno lo vea.
