Es frecuente, cuando preguntamos o nos preguntan “¿qué tal estás?”, o afinando un poco más, “¿cómo te sientes?”, que la respuesta que recibamos o que demos sea “bien” o “mal”. Mentalmente tendemos a dividir nuestras emociones entre positivas o negativas, correctas o incorrectas. ¿Es esta división acertada?
La realidad es que todas las emociones son útiles y necesarias, y por tanto sería más apropiado hablar de emociones agradables y desagradables. Es decir, aquellas que nos gusta más sentir, como la alegría, el cariño o la ilusión, o aquellas otras que se nos hacen más bola y a las que nos cuesta más tolerar, como el miedo, la tristeza o la envidia.
Al categorizar las emociones en polos opuestos, como positivas o negativas, les estamos dando a estas últimas una connotación que nos genera rechazo. Si algo es negativo, quiere decir que es malo, no querremos sentirlo, querremos estar en el otro polo. Entonces corremos el riesgo de huir de nuestras propias emociones, rechazarlas cuando aparecen o incluso forzar su sustitución por otras que consideramos más adecuadas. Pero si no prestamos atención a estas emociones, no podremos escuchar el mensaje que nos quieren transmitir.
Las emociones son una fuente de información muy valiosa que nos ayuda a relacionarnos con nuestro entorno y con nosotros mismos. Cómo las expresamos y gestionamos será lo que marque la diferencia entre que podamos obtener de ellas su valor adaptativo y nos sirvan como impulso o que nos supongan una barrera.
A veces nos frustramos porque nos cuesta ponerle nombre a lo que sentimos y salir de esa dicotomía entre “bien” y “mal”, así como no entendemos por qué nos sentimos como lo hacemos. Puede que entremos en bucle cuestionándonos y pensando “pero, ¿por qué me siento así?”. Podemos probar a cambiar ese “por qué” por “para qué” y conectar con lo que esa emoción nos está queriendo decir.
Vamos a ver qué función tienen algunas de nuestras emociones más frecuentes, y qué ocurre cuando no nos permitirnos sentirlas.
¿Para qué siento miedo?
El miedo nos protege, pues nos ayuda a reaccionar ante el peligro. Es nuestra respuesta automática para escapar de la amenaza. Cuando sentimos miedo, ponemos en marcha nuestros mecanismos de protección. Gracias al miedo estamos vivos.
Los problemas vienen cuando se activa ante todo y en todo momento, manteniéndonos en un estado de tensión que no se resuelve. Como si fuese una alarma que se activa cada vez que una mosca entra por la ventana.
¿Para qué siento rabia?
La rabia es otra emoción de protección activa, junto con el miedo. Se activa cuando estamos presenciando o viviendo una injusticia y se trasgreden nuestros derechos, con lo que nos lleva a luchar contra la amenaza (por ejemplo, diciendo que “no” o poniendo límites).
Si sentimos que el peligro es mayor a nuestros recursos, se queda bloqueada. A veces también la rechazamos cuando hemos vivido con una persona muy violenta o crítica y no queremos parecernos a ella. El riesgo es que cuando no la expresamos, se vuelve en nuestra contra y se convierte en autorreproches o rechazo a nosotros mismos.
¿Para qué siento tristeza?
La tristeza aparece cuando perdemos figuras o hechos por los que sentimos afecto (ej. el fallecimiento de un ser querido, una ruptura amorosa, un despido, una afición a la que no podemos dedicarle tiempo, una amistad que sentimos más distante…). Es el pegamento relacional, nos permite conectar con los demás. Sentimos tristeza porque previamente hemos sentido cariño o amor.
Cuando aparece, si nos permitirnos sentirla y dejamos que fluya, la tristeza se autorregula como un río. Sin embargo, cuando intervenimos y tratamos de neutralizarla o nos dejamos arrastrar haciendo cosas que nos resultan contraproducentes (ej. quedarnos en casa rumiando, negarnos a recibir ayuda, no cuidarnos…), podemos desbordarnos y alargar el malestar.
¿Para qué siento alegría?
La alegría es energía, es el alimento emocional que nos motiva a estar activos e involucrarnos con las actividades o personas con quienes sentimos bienestar. Si asociamos algo o alguien a la sensación de alegría, esta nos llevará a querer repetir este encuentro.
Sin embargo, en el caso de algunas personas pueden aparecer pensamientos que enturbian esta alegría, como “no merezco sentirme bien” o “no puedo disfrutar si no he trabajado lo suficiente”. Es el caso de personas que no se permiten hacer cosas agradables si no son actividades productivas para sí mismas o para los demás.
¿Para qué siento culpa?
La culpa sana es la responsabilidad que sentimos para aprender de nuestros errores y reparar el daño que hayamos podido hacer.
Pero si no toleramos esta sensación, vamos a dos extremos: o nos culpamos de todo y nos quedamos atrapados en situaciones del pasado, o no asumimos nunca nuestra responsabilidad y no tratamos de mejorar.
¿Para qué siento vergüenza?
La vergüenza nos ayuda a que nuestras conductas encajen con las del grupo de pertenencia. Cuando hacemos algo que nos da vergüenza (normalmente algo nuevo en lo que no tenemos experiencia), la sensación se atenúa hasta desaparecer.
Si nos angustiamos por sentirla y la evitamos, no podemos experimentar el proceso por el que nos habituamos a esa nueva situación. Por el contrario, se vuelve más intensa y nos bloquea, condicionando nuestro funcionamiento.
Por tanto, no se trata solo de lo que sentimos y de si esa sensación nos resulta más o menos agradable, sino también de lo que hacemos con lo que sentimos. Permitamos que nuestras emociones sean nuestra guía y no nuestro enemigo. Igualmente, si sientes que tus emociones te desbordan, tiendes a neutralizarlas o evitarlas de forma sistemática y no sabes cómo relacionarte con ellas de forma más sana, puedes trabajarlo en terapia psicológica con ayuda de una profesional.